viernes, 20 de noviembre de 2009

De "Perdiendo el tiempo" (III. La primera traición)

La traición llega sin permitirme. Yo soy el traidor.

El posicionamiento al respecto de mí mismo es también un asunto complicado. Tampoco es lo mío, digamos. Esa es la razón de la traición. En un mundo como el nuestro las cosas son difíciles de asir, la oferta y la demanda pueden existir dentro de nosotros de maneras disímiles. Los caminos del dios del capitalismo son misteriosos. Puede, por ejemplo, ocurrir que las posesiones se adueñen de uno o que el poseedor sea dueño de algo. Como si se tratara de una narración más, conformadora de un yo (o eso), la propiedad escribe en muchos casos al individuo. Quién es Carlos Slim, por ejemplo; cualquiera diría que él es mucho dinero, muchas posesiones y sus consecuencias.

En mi caso, tampoco funciona eso para conformar una memoria de mí mismo. Todas las posesiones parecen comenzar siendo ajenas pero oscuramente deseables como propiedades reales. Su existencia es meramente circunstancial hasta que caigo en cuenta de ese deseo raro que me provoca la cosquilla de la propiedad cuando esta es más bien inútil o ya perdida. Es como si estuviera buscando una herencia, una propiedad heredada cuya sustancia se encuentre en eso mismo, en haber sido de otro; mi propiedad tiene que ser un fetiche o no es nada. Y en ese sentido es siempre de otro pero al mismo tiempo es imperecederamente mía.

Existen objetos, sin embargo, que nacen fetichisados. Como un piano, por ejemplo. Mi existencia infantil es una narración situada al rededor de un piano. No se entienda esto como una relación estrictamente musical o culta. Es más bien lo contrario. Podría tratarse de un gran mazo que golpea rítmicamente una piedra difícil de romper en actitud neceante y machetera. El piano que repite el Hannon o que tiene que dar vueltas al rededor de la noria de un pasaje de bach (en el mejor de los casos) o del Canon de Pachelbel (en uno de los más hartantes), y que se sabe, nunca quedará muy bien interpretado. Esto no lo digo en detrimento de la calidad de las clases de piano de mi madre sino por el escaso talento de la señora desocupada o del niño obligado por sus padres. Hay casos, por supuesto, en que llega un alumno de oído singular o de dotes pianísticas más o menos encomiables. Pero nunca prosperan. Está también el hiperestésico homosexual de closet que toca bien pero es inestable. La inestabilidad termina un día con un balazo en la sien y el talento musical (desaprovechado) untado sobre las paredes de su recámara de forma sanguinolenta y trágica. Es que el closet se abre por fuera (dice él irónicamente) y afuera está solamente su honorable padre, distinguido miembro de los Caballeros de Colón.

Esta historia es la historia de una pistola también. Menos efectiva, menos violenta, menos seria. Esta pistola no termina tan drásticamente con una inestabilidad. Porque es de plástico transparente y, al momento de jalar el gatillo hace un sonido más bien galáctico (pishuuu, pishuuu) y se encienden los coloridos foquitos que habitan su galáctico interior. Nada sale de su cañón, es evidente. Mi interés por ese juguete es tan grande como el que tengo por el pequeño casco de motocicleta, el balón de futbol o por el carrito que se juega solo. Ninguno. Mis juguetes no eran mucho, al menos comparándolos con las abrumadoras colecciones de mis compañeros de juego (llamarles compañeros de juego es excesivo, advierto). Estaban esos juguetes, en una larga caja de madera pintada de blanco debajo de una ventana que daba al este, hacia el jardín. Dudo que la llenaran. Siempre preferí el juguete que nunca es el mismo, el que se armaba y se desarmaba de muchas maneras. Ignoro el atractivo, pasados cinco minutos, de la pistola de luces y sonidos (pishuuu, pishuuu) o del casco de motociclista (más allá del ocultamiento o la protección, que distan de ser actitudes lúdicas). Ni siquiera me extenderé en la repulsa causada por algún soldado o muñeco de cualquier tipo, al que ni siquiera se le mueven las extremidades.

Entiendo perfectamente la actitud juguetona del erudito que reproduce una batalla napoleónica con sus soldaditos de plomo. ¡Pero qué mierdas va a hacer un niño con una colección de soldados de plomo! A caso revivirá la emoción en un adulto reprimidor de su ludismo al recordar en otro, su emoción ante un juguete más bien arcaico. Otro, el coleccionista jubilado y solitario de costumbres monótonas, reprobaría la utilización de un objeto preciado por sus estantes obsesivamente acomodados y diría conmigo Qué coño hace un niño con unos soldaditos de plomo. Adquirir cáncer o una intoxicación (mamá dixit). Yo no tenía soldaditos de plomo, nomás faltaba.

Pero regresando al tema de la pistolita. La pistolita es la manzana de la discordia que conformará la primera traición.

Mi mejor amigo se llamaba Alex y él me nombraba a mi Vic. Alex le decía a Vic Juguemos futbol. Vic dice No. Alex le decía a Vic Sí, jugaremos futbol. La torpeza de Vic hace del futbol una de las prácticas más temibles y abominables. Alex es inflexible y Vic es pusilánime. Ambos juegan futbol. Vic pierde. Pierde abrumadoramente. Alex, sin embargo, es compasivo y demuestra un cariño hacia Vic que éste es incapaz de comprender. Juguemos más, dice Alex. A qué, dice Vic, que ha dejado en el pasado la derrota como algo sabido desde el inicio. Veamos quién llega primero al otro extremo del patio, dice Alex. Vic aborrece correr al otro extremo del patio tan solo un grado por debajo del aborrecimiento que profesa hacia el futbol. Es ocioso decir que corren al otro extremo del patio; de hecho Alex ha comenzado ya a correr. Vic pierde.

Alex y Vic, Vic y Alex, son inseparables. Alex se parece al dedo gordo de mi mano derecha, piensa Vic que ha estado observando cómo Alex juega con su pistolita de luces (pishuuu, pishuuu). Ahí es donde la pistolita cobra cierto interés, el otro niño le otorga la vida que le corresponde. Se le ve divertido. Vic no está divertido, se siente despojado y quiere que le presten la pistolita que, de hecho, le pertenece. Tú la tienes siempre, dice Alex, préstamela ahora. Cuando el juego termine la pistolita regresaría a las manos que le corresponden pero ya no tendrá sentido, es ahora cuando el juguete tiene vida y vale la pena poseerla. Pero él tiene razón, piensa Vic; la pistolita seguirá siendo mía cuando todo esto termine, cuando él se vaya a su casa así que debo prestársela. Vic no se da cuenta en este momento de que el pishuuu, pishuuu sólo tiene sentido en ese instante así que sede de nuevo como cuando Alex dice Jugaremos futbol. Los planes de Alex son distintos, en realidad. Cuando han llegado por él siente que la pistolita puede pertenecerle, que no tiene que ser como antes se había planteado. Regálamela, dice Alex. No, dice Vic. Ándale, dice Alex. Y entonces Vic siente una vergüenza infinita y acepta regalarla el mismo día en que la pistolita ha cobrado sentido para él. Te la regalo, dice Vic que es pusilánime e inmediatamente después, se siente miserable porque cobra conciencia de su pusilanimidad. Se siente miserable pero es incapaz de enfrentar la perseverancia y el arrojo con que Alex puede decir Regálamela. Vic pierde pero no por mucho tiempo, se ha estado tejiendo la primera traición y su urdimbre es inexorable. Alex pide la pistolita cuando su madre llega por él. Vic le dice que se la regala pero en realidad no lo hace. Cuando Alex regresa a las faldas de su madre ésta le pregunta por la propiedad de la pistolita (pishuuu, pishuuu). Me la ha regalado Vic, responde Alex. Entonces la madre entra a la casa y le pregunta a Vic si le ha regalado la pistolita a Alex, que está convencido de haber dicho la verdad. No, miente Vic. La madre regresa el juguete al niño traidor mientras Alex insiste en haber dicho la verdad. La madre regaña a su hijo que es desde ahora un mentiroso y un ratero. Alex llora afuera por la injusticia que se ha cometido sobre él. Vic siente culpa. Nunca se volverán a ver.

Vic y Alex, Alex y Vic eran inseparables. Alex se parecía al dedo gordo de la mano derecha de Vic. Alex, al dejar el kinder, se fue a vivir a otro estado de la república. Todo esto ocurre en una de sus visitas vacacionales. Alex no querrá volver a casa de Vic las próximas vacaciones. Vic lo sabe y eso le tranquiliza. La pistolita comienza a cobrar sentido, el sentido de la traición y habrá que esconderla como se esconde un cadáver después del asesinato. Pishuuu, pishuuu.


Víctor Mantilla