No sé, me voy con
tiento y averiguo
un silencio profundo,
una escafandra
que sumerge mi voz y
la condena;
acuciosa e intrigante
se resiste
contagiada de un par
de miramientos,
los ojos que vestidos
de una ausencia
falsa me atestiguan,
me vencen y reducen.
Pero he soñado
múltiples abismos,
recorrido parajes
impensados:
el otro día –digo– fue una pena
haber hallado aquél manantial límpido
donde tres grandes flores sumergidas
boqueaban algún canto de sirena;
tres cabezas enormes en el fondo
de aquella fuente, se miraban firmes,
madera de sí mismas respirantes:
Qué son –me pregunté–
son plantas o cabezas,
–y una voz tras de mí me dijo– mira,
son a la vez cabezas y vaginas,
flores y
filtros de sus aguas,
son bastos manantiales.
Cargo una de pronto, una cabeza,
varios pétalos rígidos se mueven
haciendo un gesto de impotente asfixia,
y una lengua en el centro (o un pistilo)
como un león de angioesperma se deprime
para surgir de nuevo de su centro
en bocanadas firmes, no resueltas
que degluten un aire incomprensible.
Así lo digo. O no, tal
vez no así,
distinto, meditando
cada frase;
miedoso de encontrarme
en esa carga,
o de hallar en su
forma un monstruo propio.
Pero lo digo: iba
cargando aquello,
un cuerpo maderoso que respira
la ausencia de sus aguas, convulsiona
espantándome, azogue de mi vientre;
y por qué cargo yo con la cabeza
la flor que limpia el agua,
el león cuya lengua es sed de mares.
Eso soñé. Quién sabe,
ya no hay más,
seguí subiendo por unas escaleras,
cargando aquella cosa que boquea,
y me fui, tan incómodo, tan basto,
sin saber para qué
aquella atroz cabeza.
aquella atroz cabeza.
Y vine a este diván
a consumir el aire
a consumir el aire
y boquear por
respuestas,
y esta frente, la mía,
la que cargo,
esta cabeza o flor que
lleva inscrita
su noria, su diván,
y pago y restituyo y
quedo firme
en volver otro martas
a otra cosa.
Y boqueo y me venzo y
me hago firme,
aquí estoy, y no sé…
me voy con tiento.
Esta vez hago juegos
de palabras.