miércoles, 16 de junio de 2010

De "Perdiendo el tiempo" Celos

Un cuento corto

Pero querida mía, no hay por qué tener celos. La posesión es un acto totalmente ajeno al amor. Los celosos, por otro lado, no son más que de los posesivos de imaginación fecunda. Tampoco me prometas amor eterno, porque eso es lo que tenemos querida y durará hasta que tenga que durar, porque el amor es eterno hasta que termina, como decía seguramente algún poeta más bien menor.

Tú misma podrías (a veces lo pienso, cariño) verte envuelta de pronto en un romance a mis espaldas, y surgiría en ti un nuevo afán, de libertad tal vez, que ahora mismo no añoras, ni necesitas. Podrías por ejemplo, un día, salir de tu clase de danza y encontrar, entre tus amigos, a un nuevo integrante, recién llegado de algún lugar lejano que por azar, se parece tanto a ese que sale en la serie de Smallville, justo el que yo te digo que es feo porque no tiene pelo y su gesto es arrogante. Digamos que se llama Juan Pedro Pablo, por los apóstoles y tiene un gesto aburrido (en lugar del arrogante) y, a primera vista, vida mía, te parece un tipo nefasto y vulgar, de coqueteos torpes. Y así lo dejas pasar ese día, hasta que una mañana lo encuentras solo en la mesa de un parque y te llama débilmente; digamos que tú te acercas para no ser descortés y él te cuenta que es ajedrecista. Carajo, ajedrecista, piensas tú; es el tipo más aburrido del planeta. Eso supones, al principio correctamente y dices Vi al tal Pedro Juan Pablo, o Juan Pablo Pedro, y reímos mientras termino de preparar la merienda porque tiene nombre de papa o de monaguillo; incluso de algo peor si lo hay. Pero entonces puede ocurrir algo; prendes la tele y notas su parecido con Lex Lutor y te sonroja contarme lo del parecido y lo omites y comienzas así a pensar un poco de más en el monaguillo ajedrecista. Puede pasar (porque de hecho pasa) que vayas por el parque donde se encontraron la vez anterior, ahora un poco preocupada de hallarlo de nuevo y esa preocupación acarrearía, a caso ya, el inicio reprimido de un deseo que anida en tu espíritu poco a poco, un apetito que tal vez acariciarías, amor mío, como un chocolate fuera de dieta, o unos zapatos de anaquel prohibido. Y llegará el día, dulce amor, en que te encuentres de frente al imbécil aquél que despliega su tablero gastado sobre una mesa del parque y te invita a platicar sobre las batallas que se libran en el juego intelectual y mamón (el ajedrez vidita, esa cosa que yo nunca aprendí a jugar, a la que nunca aprenderé) y te habla con voz deliberadamente seductora de las batallas que se libran en las casillas, de la reproducción implacable de guerras históricas ya ganadas o perdidas. Qué dios detrás de dios la trama empieza, cita el monaguillo. Y las historias de batallas comienzan a perder terreno para dar paso a luchas distintas; es también una lucha erótica, te dice, una pelea de barreras y terrenos en los que se va ganando campo para tomar a la reina, destronar al rey. Y así te engatusa el infame pelón y tú, pérfido amor mío, te enamoras de un ajedrecista; alquilada hasta agosto, diría Rimbaud.

Yo comenzaré hoy a practicar mi esgrima, amor, porque tendré que matarlo.

Solicítale una satisfacción de mi parte.


VM.